23 de marzo de 2020
“Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” - Salmo 46:10a
Dios nos ha quitado a todos la sensación de control que nos caracteriza, y en muchos sentidos todos estamos desesperados por recuperarla. Incluso cuando muchos de nosotros abrigamos las mejores intenciones, entre estas - ministrar y ayudar a otros.
No podemos quedarnos quietos. Ni siquiera para quedarnos quietos podemos dejar de movernos. Nuestro miedo nos empuja a intentar asumir el control procurando apaciguar así nuestras profundas inseguridades. El así llamado falso YO, no es otra cosa que una máscara protectora, aquello que hacemos en nuestro fútil intento por capear nuestros miedos. Y ese falso YO aflora más que nunca en situaciones de estrés y peligro, en las que pretenderemos salvarnos a nosotros mismos con mayor ahínco. Y lo haremos de la única manera que sabemos hacerlo, entre estas - hablando mucho, moviéndonos mucho, entreteniéndonos mucho, trabajando en exceso, preocupándonos a mansalva del mañana, estando a la defensiva, y mirando la paja en el ojo ajeno en vez de la viga en el propio. En fin, luchando por recuperar esa ilusión del control que nos sirva de sedante.
No me malentienda, siempre somos así, siempre estamos intentando salvarnos a nosotros mismos. Ese falso YO es nuestro problema cotidiano. La cosa es que en las crisis, el falso YO (por así decirlo) está en brote. Las crisis colocan al falso YO en temporada alta. Y créanme, no queremos eso. Ciertamente Dios no lo quiere. Lo que Dios sí quiere, es que estemos quietos.
Nos cuesta creer que en realidad Dios no solo pueda querer que estemos quietos sino que lo anhele tanto para nosotros que incluso nos cierre el paso. Después de todo, nos preguntamos, ¿qué podría ser tan significativamente beneficioso como para hacernos eso? Así que nos atenemos a la presente incomodidad, pero como a una extraña interrupción a soportar y no como un medio para un fin realmente valioso e infinitamente relevante.
Una crisis como esta, expone nuestra triste condición. Prisa. Miedo. Esclavitud. Inseguridad. Infelicidad. Soledad. Pero, ¿quedarnos quietos? No aguantamos el silencio. Por eso abrazamos el ruido. No sabemos estar solos. Pero eso no quiere decir que sepamos estar juntos. Es más, por no saber estar solos, demasiadas veces echamos a perder nuestros pobres intentos por estar juntos. Y es por no saber guardar silencio, que tantas veces no sabemos qué, ni cuándo, ni mucho menos cómo hablar.
En esta crisis que nos ocupa, he pensado mucho en mis responsabilidades como líder. Solo que en esta ocasión, les admito que me he visto casi forzado a pensar también en quién debo ser al liderar. Una va de la mano de la otra. Pero pocas veces lo vemos así. Típicamente enfocamos en lo que debemos hacer y en cómo hacerlo mejor. Pocas veces prestamos verdadera atención a la persona que soy al liderar o mejor dicho a la persona que lidera. No solo eso sino también en ese orden. En otras palabras, de la persona que soy, resultará, lo que hago. No me refiero solo a la calidad de lo que hago, sino a lo atinado de lo que hago; aunque decepcione a muchos.
De decepciones y de eficiencia. Aunque nos cueste creerlo, el decepcionar a otros es parte esencial de la función de un líder, especialmente decepcionar a otros líderes. No estoy diciendo necesariamente decepcionar a todos, pero sí a los suficientes. ¡Como lo hiciera el propio Jesús!
En Marcos 1:36-39 leemos - “Simón y sus compañeros fueron en busca de Jesús, y cuando lo encontraron le dijeron: —Todos te están buscando. Pero él les contestó: —Vamos a los otros lugares cercanos; también allí debo anunciar el mensaje, porque para esto he salido.” Fíjense en que Jesús decepcionó a aquellas multitudes buscándole, en parte porque él sabía bien quién era y lo que debía hacer. Y es que su sentido de dirección provenía de Dios, y no de las expectativas de la gente, ni de presiones externas. Él lideraba desde una experiencia que era nutrida por su intimidad con Dios. El verso anterior lo confirma - “De madrugada, cuando todavía estaba oscuro, Jesús se levantó y salió de la ciudad para ir a orar a un lugar solitario” (Mr 1:35).
En Mateo 26:6-11, Jesús decepcionó a quienes regañaban a una mujer por hacer algo que en su lugar Jesús alabó; esta vez se trataba de sus propios discípulos. Quienes defendían que en vez de ungirle con perfume los pies habría sido mejor darle el dinero a los pobres. Pero él les dijo (a manera de juicio, si uno lee entrelíneas, pues según el Antiguo Testamento la existencia de los pobres es reflejo de una sociedad egoísta y avara) - “a los pobres siempre los tendréis entre vosotros”. Y añadió, “pero a mí no siempre me tendréis”. Hay momentos y hay momentos. Y esa era la oportunidad perfecta para aquello. Pero no supieron aprovecharla, por solo dejarse guiar de sus prejuicios (falso YO), en lugar de regirse por aquella sabiduría sobrenatural que surge del estar a solas y en silencio ante Dios.
Jesús decepcionó además a Pedro, quien se creía su jefe de prensa; cuando en respuesta a su supuesto mejor consejo de campaña, Jesús le reprendiera diciendo, “apártate de mí Satanás, me eres tropiezo, pues no pones la mira en las cosas de Dios sino en las de los hombres”.
Otro día, sus discípulos le aconsejan “despide a las multitudes para que compren algo de comer”; y todos sabemos el inesperado desenlace de aquello. Nada que ver con aquel consejo. En otra ocasión, a una arrojada mujer cuya hija estaba endemoniada, quisieron que Jesús la despidiera, pero él procedió de manera completamente distinta.
Y hay que estar hecho de cierto material para liderar así, viendo lo que otros no ven, muchas veces cuando menos capaces son estos de verlo. Les propongo acá que eso tiene mucho que ver con la intencionalidad de Jesús para estar quieto, y para apartarse de todo y de todos.
Pienso en la propia cuarentena que observara Jesús en el desierto (a iniciativa del Espíritu), dejando así desprovisto al mundo de los indiscutibles beneficios de su presencia. Pero lo hizo precisamente por el bien del mundo, emergiendo de aquella experiencia lleno del Espíritu. El líder cristiano necesita operar desde un centro sólido, pues en cierta medida debe servir solo, entiéndase, libre de la opinión de los demás. Él y ella sirven, no para las gradas, sino para Dios.
A veces los mejores líderes, se quedarán necesariamente solos, aún rodeados de personas, pues pensarán distinto al resto. Y es precisamente por eso (y para eso) que están ahí, o mejor dicho, que Dios los puso y los tiene ahí.
La esclavitud más aparentemente inofensiva pero más destructiva, es precisamente la esclavitud a la opinión de los demás. Un liderazgo temeroso de que no le quieran ni le aprueben. Líbrenos Dios de ese liderazgo, del liderazgo del falso YO. Capaz que la única manera de derrocarle o de quitarle el oxígeno, es abrazando de manera intencional el silencio y la soledad, el retiro y la contemplación del Dios viviente. La gran ironía es que seremos y haremos más, quedándonos quietos, pero verdaderamente quietos. Solo allí conoceremos (y reconoceremos) que ÉL ES DIOS. Y su perfecto amor echará fuera el miedo. ¡TODO MIEDO!
Gracia y paz,
Pastor Javier Gómez
Superintendente